En 1898, una destacada escritora norteamericana sostuvo “no hay una mente femenina; al igual que el hígado, el cerebro no tiene sexo”. Hoy sabemos que estaba equivocada, ya que sí existe un hígado femenino, cuya tasa de metabolización de sustancias difiere de la del hígado masculino. Es más, negar la existencia de un hígado femenino, y abstenerse de estudiarlo científicamente, le hace un flaco favor a la mujer y pone en riesgo su salud.
Cuando se trata de plantear la existencia de una mente femenina, o de un cerebro femenino, el asunto se torna, sin duda, más complejo; mal que mal a la autora norteamericana, y a muchas otras mujeres, se les negaron oportunidades justamente por tener una mente femenina. Siempre existe el riesgo de usar las diferencias de género para justificar las inequidades de género. Pero la alternativa, esto es, negar la existencia de dichas diferencias y no estudiarlas, también entraña un riesgo: el riesgo de no aprender cosas que pueden ayudar a las personas y beneficiar a la humanidad. Por cierto, no podemos correr ese riesgo.
Se hace necesario, entonces, al examinar el impacto de una determinada situación en la salud de las personas, considerar el género. Así lo han entendido las neurociencias, la psiquiatría y la psicología en los últimos veinte años. Como consecuencia, en la actualidad sabemos que los cerebros de las mujeres y los varones son distintos. Por ejemplo, se ha visto que los cerebros masculinos son más grandes, mientras que los femeninos tienen más neuronas y conexiones entre los hemisferios. Esto último pudiera explicar, parcialmente, la mayor habilidad de las mujeres para desempeñar varias tareas en forma simultánea. En lo que concierne a las diferencias funcionales, los estudios de laboratorio con neuroimágenes indican que cuando se les solicita a personas que piensen en algo triste, la activación de la amígdala (la principal estructura del cerebro emocional del ser humano), es mayor en las mujeres que en los varones. Este hallazgo, sumado a otras investigaciones que sugieren que la respuesta fisiológica al estrés es más precoz e intensa en el sexo femenino que en el masculino, podría explicar, en parte, uno de los hechos mejor documentados de la psiquiatría actual: la predominancia de la depresión monopolar en mujeres, en comparación a los varones.
Desde muy temprano, hombres y mujeres somos diferentes; por cierto, en términos anatómicos; pero también en lo que atañe a nuestro repertorio emocional, cognitivo y conductual. Ello no significa desconocer la importancia de los estereotipos sociales. Una evaluación del impacto que tiene, para la salud de la mujer, la exigencia de asumir una multiplicidad de roles, en especial durante el período de vida fértil, es necesariamente incompleta si no considera las diferencias y expectativas culturales.
Ya en 1993, la Organización Mundial de la Salud (OMS) sostuvo En las últimas décadas hay un reconocimiento creciente de los efectos destructivos de las inequidades de género y de los estresores que diferencialmente afectan a las mujeres, especialmente en sus roles familiares. La sociedad acepta como normal o común a una serie de circunstancias o condiciones que a menudo conducen a problemas de salud mental en las mujeres, las que enfrentan dilemas y conflictos en los contextos matrimonial, familiar, reproductivo, de crianza, separación, envejecimiento, educación y trabajo. En Chile, un estudio (2001) mostró que, en promedio, los hombres desempleados le destinaban a las tareas domésticas menos horas que las mujeres que trabajaban. Se entiende que la constatación de este hecho sea irritante para las mujeres pero lo debiera ser para la sociedad en su conjunto. Otro estudio (2007), reveló que, entre los santiaguinos, el 60% de las mujeres declaraba tener un nivel de estrés medio alto, situación que sólo percibía el 43% de los hombres. Y ya hemos dicho que la mujer es más sensible al estrés. ¿Debiera sorprendernos, entonces, que los trastornos depresivos, ansiosos y psicosomáticos (los principales padecimientos asociados al estrés) sean más frecuentes entre las mujeres? Por supuesto que no.
Especial importancia tiene el período perinatal. Los hijos de madres deprimidas durante el embarazo tienen casi cinco veces más posibilidades de sufrir de depresión a los 16 años de edad. A su vez, un número considerable de estudios está revelando que los sucesos vitales adversos en los primeros años de vida (abandono, abuso físico o sexual) se asocia a un riesgo cuatro veces mayor, riesgo de depresión en la adultez. La depresión no tratada, como sabemos, produce atrofia cerebral. En concreto, la depresión posparto no sólo predice menores coeficientes intelectuales en los preadolescentes cuyas madres sufrieron de dicho trastorno anímico luego de tenerlos, sino, también, predice mayores niveles de violencia cuando los niños llegan a la edad de 11 años. Un antecedente para tener en cuenta cuando se tiende a calificar apresuradamente a Cristóbal (“Cisarro”), el niño que a sus 10 años había sido detenido 17 veces, como un “psicópata desalmado” y por estos días con 21 años registra 28 detenciones. La necesidad de ayudar a las mujeres chilenas, agobiadas por su multiplicidad de roles, y en riesgo de enfermar por ello, es evidente.
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